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Carlos Romero

Reverendo Diácono

Domingo de la Reforma

El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor (Lucas 4:18)

En la jornada de hoy en las iglesias protestantes y evangélicas se recuerda el llamado día de la Reforma, el día en que se redescubrió el Evangelio.

En esta jornada os voy a reflexionar sobre una buena nueva. Apreciamos en el Evangelio de hoy a Jesús en el inicio de su ministerio en su villa natal, Nazaret. Como cada sábado asistía a los cultos de la sinagoga donde se recitaban las Escrituras, se oraba, se cantaban salmos y se escuchaba la exhortación del rabino. Como varón piadoso tenia derecho a recitar en alto el libro sagrado ante el público. Ese día tocaba leer Isaías 61.  Con solemnidad y seguridad principió a recitar las palabras del profeta:

El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor

Tales palabras escritas siglos antes estaban siendo recitadas por aquel de quien hablaban. Jesús es el Mesías, el Ungido por el Padre, para revelar la buena nueva de salvación para todo aquel que cree.

Estas palabras del libro de Isaías se enmarcan dentro de un mensaje de esperanza que, iniciándose con la venida del Mesías liberador, culminarán con un nuevo cielo y una nueva tierra donde el dolor, la oscuridad, el pecado y la muerte ya no tengan lugar.

Cristo, el Mesías profetizado, fue rechazado por los suyos, crucificado, escupido y vilipendiado, siendo Él el único Justo. Mas precisa era su muerte para vencer a la muerte en su terreno. Era necesario morir para resucitar. Y, levantado de entre los muertos, Él te asegura que la muerte no es el final. Que la muerte, esa enemiga que no distingue entre ricos y pobres, buenos y malos, hombres y mujeres, poderosos y mendigos, ha sido totalmente vencida y que ya no tiene poder sobre ti.

El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo. ¿Qué has heredado como heredero de Dios? La vida eterna. Y Dios lo entrega por pura Gracia. De la misma manera que creó a Adán por su voluntad, por amor, para compartir su naturaleza, Dios no quiere que ninguno de sus hijos se pierda, mas que alcancen vida eterna, tal y como pretendió inicialmente con Adán. Y por ello envió a su único Hijo a morir en tu lugar y resucitar por ti. Cristo ha restaurado esta relación quebrada que tenías con Dios, tu Padre. Ahora, recibido el espíritu de adopción, podemos llamar a Dios, Padre o Padrecito, si hacemos una interpretación más literal de la palabra aramea Abba (Rom 8:15)

He aquí el regalo que el Señor nos concede: que por Gracia somos salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios, no por obras, para que nadie se gloríe (Ef 2:8-9)

He aquí el núcleo, el contenido de la buena noticia que adelantó Isaías y confirmó Cristo.

Ante esto, hoy día encontramos dos clases de personas.

Hay algunos que vive de espaldas a Dios y a su voluntad. Ellos no se preocupan por la vida eterna, dándola por segura o despreciándola como imposible. Guiados por sus deseos y pasiones, no tienen más límites en sus vidas que el sentido de sus propios deseos. Viven como ciegos, sobre cuya cabeza se amontona la perdición, sin ellos siquiera percatarse. Esta clase de hombres es, a menudo, titulado como hombre natural.

Despierta, tú que duermes. Levántate, hombre natural, que ve la vida pasar sin propósito. Date cuenta del vacío de tu vida actual. Percibe la maldad que habita en ti y mira al Crucificado que pagó por tus pecados en esa Cruz. Hay salvación para ti, sin importar lo grave que hayan sido tus faltas. Dios está para ti.

Los hay que se esfuerzan en ser buenas personas, en cumplir todos los mandamientos por sus propios méritos y fuerzas, por no dañar a nadie, por ser liberal con los vecinos y allegados, por hablar bien del prójimo. Se tienen por buenas personas, teniendo certeza de que, cuando les llegue la hora de partir de este mundo, Dios recompensará sus buenas acciones con la vida eterna.

Martín Lutero, un joven monje agustino que vivía enclaustrado en su monasterio sajón de Wittenberg, se hallaba en este grupo. Empeñado en ganarse su salvación con sus obras, pasaba sus horas ayunando, autoinfligiéndose castigos corporales, durmiendo en el suelo, orando sin cesar, confesándose varias veces al día. Consideraba que jamás podría satisfacer a Dios con sus obras, mas aun así, persistía en esforzarse. La ansiedad y el temor le podían. Estaba cautivo de la Ley.

La Palabra nos señala, sin embargo, que cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos (Sant 2:10) Porque por muy bueno que seas, siempre te habrá pasado por la mente un mal pensamiento, habrás emitido una mala palabra, cometido una mala acción, que se desvía del recto camino. No hay nadie puro ni justo. La Ley es una unidad completa. Romper una parte es quebrantar todo. Por esto nadie puede justificarse por las obras de la ley. Sería una crueldad cargar el esfuerzo de nuestra justificación con nuestras caídas obras porque nadie podría ser salvo.

Dios, que conoce nuestros corazones caídos y es consciente de nuestra incapacidad, no nos abandona y nos dio el regalo de la salvación por Gracia, mediante la fe. Descansa no en tus obras, esfuerzos o acciones, sino en la obra de Cristo en la Cruz y en el sepulcro vacío.

A los ciegos que viven como si Dios no existiera y a los cautivos que viven aprisionados por sus obras, va dirigido el mensaje de Cristo de hoy. Ellos son los destinatarios de la buena nueva, del Evangelio.

Este Evangelio que Lutero descubrió durante sus estudios sobre la epístola a los Romanos. Al descubrir que su reconciliación con Dios, que su vida eterna, dependía del amor de Dios y no de sus obras, recibió la liberación espiritual que ni los ritos, ni el cilicio, ni las confesiones, ni los ayunos habían conseguido. Transformado por esta buena nueva, ya podía respirar y hacer que la voluntad de Dios sea su alegría. Si caía, la misericordia de Dios lo llamaba al arrepentimiento de sus faltas y sabía que podía acudir a la infinita fuente de vida para recibir perdón y salvación. Las buenas obras brotaban naturalmente de su fe como el agua viva brota de un puro manantial.

Lo grandioso de la Reforma protestante fue precisamente recuperar la centralidad del Evangelio en la vida de la Iglesia. Colocar en el centro a Cristo como redentor, al Padre como perdonador y al Espíritu como santificador.

Aprende a descansar en Cristo, observarlo a Él, sufriente en la Cruz y victorioso en la resurrección, como causa de tu salvación.

Oh, Padre Eterno y Misericordioso, que enviaste a tu Hijo amado a morir en la vil Cruz, recibiendo el pago de nuestros pecados, Tú, que nos has dado el regalo inmerecido de la vida eterna, enséñanos, siguiendo el ejemplo de Martín Lutero y los reformadores, a poner nuestras esperanzas en ti que todo lo puedes y no en nosotros, que nada podemos sin ti. Por los méritos de tu amado Hijo Jesucristo, te lo pedimos. Amen.

 

En Almería, a 02/11/2025.

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