Cuando Israel era muchacho, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo (Oseas 11:1)
Israel, el hijo predilecto del Señor, moraba desde hacía siglos en Egipto bajo el yugo del faraón. Llegados por invitación de su hermano José, el gobernador total de Egipto, Israel y sus hijos acudieron huyendo del hambre que asolaba su ancestral tierra, Canaán. En Egipto encontraron abundancia de víveres y pastos fructíferos para sus rebaños. En Egipto encontraron riqueza y buena vida.
Entretanto, se levantó sobre Egipto un nuevo faraón que desconocía a José y a su familia. Este nuevo gobernante transformó la bonanza de Israel en dura esclavitud, forzándolos a servir con dureza en el campo y en la construcción de grandes ciudades. Israel poco a poco había ido olvidándose del Dios de sus padres. Este Dios que desde el inicio les prometió rescate.
Sufrían y sufrían bajo el cada vez mayor peso de la tiranía faraónica. Ya no podían más. Al igual que Adán y Eva expulsados del Paraíso por comer del atractivo árbol prohibido, los israelitas, cautivados por la belleza de la buena vida egipcia, padecían las consecuencias de la esclavitud y del vivir sin Dios.
El afligido Israel comenzó a clamar a su Dios. Algo había cambiado en ellos. Una chispa espiritual en sus corazones brotó, acordándose de las promesas de su Dios. ¡Señor, si vives, sé propicio a nosotros!¡Rescátanos de este pesado yugo! Confesamos delante de ti que, como ovejas descarriadas, hemos confiado en nuestra propia justicia y en nuestros propios deseos y no hemos seguido tu voluntad. No hemos te hemos amado con toda nuestra mente y todo nuestro corazón y no hemos amado a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Señor, ten misericordia de nosotros.
Y las oraciones de los afligidos hebreos subieron a Dios que se conmovió en su inmensa misericordia. Dios les estaba esperando. El Señor no desea la muerte del hombre, sino que se convierta y viva. El Señor es Dios Justo. ¿Acaso no se compadeció el propio Jesús, Dios hecho hombre, de las multitudes que lo seguían y pasaban hambre o del leproso que se acercó a Él, pidiendo ser limpiado? Señor, si quieres, puedes limpiarme, escuchó Jesús de los quemados labios del leproso. “Quiero sé limpio” respondió con seguridad.
Entonces Dios, cumpliendo su promesa y con mano fuerte, los liberó de Egipto, a través de Moisés, para llevarlos a la tierra de la que brotan leche y miel.
Así obra nuestro Dios, continuamente esperando a que vuelvas tu rostro hacia Él, para liberarte de la opresión y abrirte las puertas de su reino eterno.
Seguro que hubo un tiempo en que vivías como si Dios no existiera. Confiabas en la riqueza, en el poder, en la familia, en tu trabajo o en ti mismo, como puerto seguro al que acudir en tu vida. No te estabas dando cuenta, pero estabas entrando en Egipto. El pecado sin darte cuenta te abrazaba, enganchándote y oprimiéndote el corazón. Bebías más y más del agua del mundo, pero nunca te saciabas. Algo te faltaba en esta vida egipcia. Ni la razón, ni la ideología, ni la ciencia, ni la vana filosofía, ni los placeres. Algo fallaba. Nada de estas cosas te liberaba. El pecado promete satisfacción, pero solo trae cadenas y sed de vida. Aun en esa época, Dios miraba por ti, te tomaba de tus brazos, pero tu no lo sabías. Él nunca se alejó de ti.
El Espíritu Santo toca tu alma entonces. Escuchas una al principio, tenue voz de Dios. Escuchas el llamado de Dios. Te atrae. Clamas al Señor, quizás al principio dudoso, balbuceante, pero con un corazón sincero y arrepentido. Ves una esperanza.
El Señor no te fuerza con violencia ni coacción, sino que emplea cuerdas de amor para acercarse a ti. Alza el pesado yugo que se ceñía sobre tu cerviz y pone delante de ti la comida de vida: el pan de vida que descendió del cielo, Jesucristo. Antes bebías de aguas que no saciaban tu sed, mas ahora se te ofrece el agua de vida eterna que, una vez que la pruebes, ya jamás volverás a tener sed. Ahora tienes delante a Jesús que te invita a la vida eterna.
Una vez que conoces plenamente a Jesús, todo cambia. ¿Por qué? Porque en Cristo es donde se aprecia el amor de Dios para con los hombres. Nuestro Dios no es un señor impersonal, alejado, que creó el universo y se despreocupa. Ni tampoco es un dios que se deleita con la perdición ni que disfruta condenando al hombre. Es un Dios misericordioso que ama a su creación y que la quiere salvar. Es un Dios que te ama desde antes de que nacieras. Que conoce tus temores y faltas y que te llama. Y lo hace a través de su único Hijo. Aquel que, tomando sobre sus espaldas el pesado yugo que te oprimía, cumplió la voluntad del Padre. Él es el verdadero Hijo de Dios. Él es el auténtico Israel que triunfó en obediencia allí donde el pueblo de Israel falló. Y a Él, a Jesús, lo llamó de Egipto cuando era niño para redimirte.
Él te mira con ternura y amor mientras sus pies son destrozados por los oxidados clavos de la cruz. Las cuerdas que sostuvieron sus manos en la cruz del Calvario son las cuerdas de amor con las que te atrae a la vida eterna.
Con su triunfo sobre la muerte en la tumba vacía ha aplastado la cabeza de la serpiente, el yugo egipcio, tu antigua vida, tus pecados y tu muerte.
Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios (Juan 1:12) Ahora que crees en su nombre, eres también su hijo, hijo de Dios, rescatado por Jesús.
Y tu Dios te sigue llamando. Ven, hijo mío. Entra a las moradas eternas que te estaban reservadas desde el principio.
Oh misericordioso y eterno Dios, que nos rescataste de una vida vacía, sin esperanza, dominada por el egoísmo, el odio y el materialismo, nunca dejes de llamarnos del Egipto terrenal a una vida nueva que se rija por el amor que mostró Cristo en la cruz para con nosotros. Tú, que vives y reinas en la unidad del Espíritu Santo, un solo Dios, siempre. Amén.
En Almería, a 03/08/2025.