Lucas 14: 1-7-14
Mas cuando fueres convidado, ve y siéntate en el último lugar, para que cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba; entonces tendrás gloria delante de los que se sientan contigo a la mesa.
En la Antigua Roma y en general en la antigüedad clásica, la dignitas se entendía como el honor y la gloria que alguien podía tener entre sus semejantes, sea por sus méritos, sea por los de sus antepasados o linaje. Enorgullecerse de lo que uno es o uno tiene era una obligación para cualquier hombre de bien. Para sobrevivir en el foro, aristócratas como César o plebeyos como Cayo Mario debían humillar a sus adversarios para no ser humillados. Hermosos discursos, majestuosos monumentos o laudatorios panegíricos constituían los medios ordinarios para exaltar a hombres henchidos de gloria. Había que sobresalir frente a la masa.
El hecho de reconocer la incapacidad, ignorancia o maldad que en nosotros abundan eran señales de debilidad que solo servían para despreciar, humillar y hacer desaparecer al penitente. La humildad no era una virtud romana.
Ellos siendo falibles y mortales se tenían por todopoderosos, exaltándose hasta los cielos. Como los habitantes de Babel en Génesis 11 que deseosos de hacerse un nombre reconocido, procuraron edificar una ciudad y una torre cuya cúspide llegara al cielo. Cuanto más alto ascendían, mayor sería la caída.
“Tú que decías en tu corazón: Subiré al cielo; en lo alto, junto a las estrellas de Dios levantaré mi trono, y en el monte del testimonio me sentaré, a los lados del norte, sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo. Mas tú derribado eres hasta el Seol, a los lados del abismo.”
Resuenan estas palabras del poderoso rey de Babilonia en Isaías 14:4, figura de Satanás, soberbio ángel que le gritó a Dios: “no serviré. No te obedeceré.”
Ningún dios de nación o reino ha podido librar a su pueblo de mi mano y de mano de mis padres. ¡Cuánto menos vuestro Dios librará de mi mano! (2 Crónicas 35:15) Gritaban los voceros del asirio rey Senaquerib ante la tozuda resistencia de Jerusalén.
Monarcas asirios, babilonios, cesares romanos…todos pretendían ser como Dios. ¿Dónde están ahora? ¿Acaso su riqueza, poder, gloria y honor les han salvado? Sus huesos se convirtieron en polvo como el del mayor mendigo. Ni el poderoso Nabucodonosor ni el soberbio Senaquerib ni el ambicioso César ni el tirano Nerón han permanecido de pie. Sus cuerpos desaparecieron y sus almas descendieron al Sheol, al lugar de los muertos. Todos, ricos y pobres, sufrían este destino inevitable. Así acontecía hasta que un sencillo hombre de Galilea se lanzó a predicar el arrepentimiento porque el Reino de Dios se avecinaba.
Cristo era el antagonista de los soberbios líderes antiguos. Cristo que vino de Dios mismo, que es uno con el Padre, se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a ti, a los hombres, y estando en tal miserable condición, se humilló a sí mismo (Fil 2:7-11) Él, hijo de David al que Dios le prometió el trono a su descendencia, que entra en Jerusalén, en tu vida, no con fanfarria, muestras de riqueza ni exaltación de su poder, sino humilde y cabalgando sobre un asno prestado. Él es manso y humilde de corazón (Mateo 11:29) Él que siendo inocente se hizo culpable, es tu Rey y Salvador. Él que acude a ti manso, calmado, ofreciendo su mano en tu rescate.
Él sufrió humillación siendo escarnecido, azotado, abofeteado y escupido por los inicuos. Él, despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores (53:3), que cargó en sus espaldas la pesada cruz de tus enfermedades y dolores. Él, herido por tus rebeliones, molido por tus pecados, que recibió el castigo que tú merecías por tu soberbia para obtener la paz perdida con Dios. Entre malhechores murió siendo el único justo y fue sepultado. Él, pese a que es la luz del mundo, se sentó en la parte más oscura y tenebrosa de la habitación. Descendió a las partes más bajas del mundo, pero, a diferencia del rey de Babilonia, ni las poderosas ligaduras del Sheol pudieron retenerlo, sino que, portando su luz a la inmensa oscuridad de la muerte, anunció su victoria sobre ella.
Porque Dios no dejó que su santo viera corrupción. Le exaltó como Hijo del Hombre, liberándolo de la muerte y recibiéndolo a su diestra con honor y gloria. Él ha escuchado las palabras de su Padre y cumpliendo su voluntad, como el humilde comensal de hoy, ha subido más arriba, para así tener gloria entre los demás.
Dios ha exaltado a Jesucristo, a su Hijo amado, hasta lo sumo, colocándolo todo bajo sus pies. El Padre ha hecho a Jesús Señor y Cristo (Hechos 2:36) El que es el Autor de la vida entregó su vida voluntariamente para luego resucitar de los muertos a fin de bendecirte (Hechos 3:26) para que ya las cadenas del orgullo no te retengan.
Jesús dice: el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido (Mateo 23:12)
La actitud humilde de aquel que no busca honor ni reconocimiento hace irrumpir el reino de Dios en este mundo caído. Cada vez que lavas los pies de tu prójimo, anuncias la victoria de Cristo, del Rey poderoso, sobre todos sus enemigos, príncipes y potestades. Cada vez que sirves sin esperar nada a cambio, proclamas lo que Cristo ha hecho por ti. Cada vez que huyes del protagonismo, colocándote en un rincón discreto en la vida y evitando la vanagloria, estás actuando como un fiel siervo y vicario de tu Señor, Jesucristo.
Llegado el momento, cuando la muerte haya sido colocado bajo el estrado de sus pies, te exaltará y con tu cuerpo y alma glorificadas, podrás permanecer gozoso frente a frente del Trono del Cordero en el banquete celestial de la nueva creación.
Concédenos, Señor, espíritus quebrantados para no caer en las tentaciones de la soberbia y altivez. Haz que podamos reflejar antes los hombres la misma humildad que demostraste en el Calvario para que te glorifiquen a ti, Rey de reyes y Señor de señores. Finalmente, permítenos ser exaltados y recibidos en tu reino como tú fuiste exaltado por el Padre. Lo pedimos todo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amen.